Crónicas de Mercado: Quintoniles

Por: Isis Samaniego

Ya estamos de nuevo sobre la mesa y, nada, que llegan los productores a dejarnos sus delicias. Es un tiempo aciago, la ciudad ha dejado de moverse con su habitual prisa, estamos fulminados con Fake News, videos, noticias, portales de gente estudiada, científicos, pseudocientíficos y hasta chamanes y agoreros de horóscopos, que alteran nuestra ya de por sí poca tranquilidad con esto del virus y sus consecuencias aún poco previstas. Tenía intenciones de escribir sobre otras variedades de frutas y verduras, sin embargo, cual si fuera yo presa del augur encontré en el patio de mi casa (como esa cancioncilla antigua de niños de primaria): ¡Quintoniles! Me quedé así con mi cara de ¿y estos qué hacen por aquí? Pues resulta que a mis vecinos no se les ocurre desyerbar hasta que el matorral les estorba para pasar a su casa y, como el calor está bravísimo y la sequía encima, nadie quiere ni asomarse y ser presa de la insolación o la nueva gripe; gracias a ello, llegué después de ir a pasear con mi perro, él fue a comer pasto y ahí, en espera de ver qué comía y qué no… pues que veo los quelites. Sabrán ustedes que cuando viví con mi abuela aprendí a seleccionar qué plantas se pueden comer y cuáles no. Ella, que tuvo una infancia llena de carencias en un pueblo muy rústico de Huatusco, Veracruz, aprendió de su madre y su abuela esto que, con el pasar el tiempo entendí, y que hoy llamamos Tradición Oral.

Y pues que me pongo a checar las plantitas… entre el pasto y la maleza fui encontrando otras variedades de yerbas, florecitas conocidas como diente de león, lengua de vaca –que también está considerada un quelite–, un falso cilantro, una planta muy parecida al amaranto que también es otra variedad de quelite y, al otro extremo, estaban los quintoniles: los había rojos y blancos. Confesaré que mis preferidos son los rojos y entonces dejé para otra ocasión los blancos. Por si no lo saben mis queridos lectores, porque mucha gente no lo sabe, entre las yerbas hay muchos quelites, estas plantas nos han servido de alimento durante milenios a los mexicanos, centroamericanos y sudamericanos. Son plantas de tallo pequeño, blando y flexible; otras pueden ser arbustos, y hay otras que son enredaderas como las guías de la calabaza o el chayote y, según los científicos, la característica principal de estas especies de yerbas es que en algún momento sus hojas, ramas, frutos o flores tiernas se utilizan como verdura. Hay una variedad impresionante de quelites, se estima que hay más o menos 500 variedades y la mayoría son silvestres.

Ya en los tiempos precolombinos estos vegetales eran parte de la dieta de nuestros antiguos abuelos indígenas, así nos lo narra el Códice Florentino: en uno de sus dibujos aparece un hombre recolectando quelites que podrían corresponder al quintonil o al huazontle.

Por otra parte, en la Historia General de las Cosas de la Nueva España, Fray Bernardino de Sahagún –en el libro undécimo, capítulo VII– le dedica a los quelites dos párrafos en los que se apunta que se dividen en dos: las yerbas comestibles cocidas y las yerbas que se comen crudas.

La palabra quelite viene del vocablo náhuatl Quilitl que significa hierba comestible. Algunos estudios sobre los quelites nos demuestran que proporcionan gran cantidad de fibra, recursos fitogenéticos, también contienen vitaminas A y C que son útiles para tener una buena cicatrización, fortalecen los vasos sanguíneos y el sistema inmunológico, además de minerales como calcio, potasio y hierro, así como riboflavina, niacina y tiamina, omega 3 y omega 5, polifenoles y antioxidantes que nos ayudan contra enfermedades cardiovasculares y degenerativas.

Nomás para que vean de lo que nos estamos perdiendo por no saber qué tenemos en el patio de nuestra casa o en el terrenito de enfrente –en la ciudad nunca falta uno– que se encuentra baldío.

Ya después de haber cortado mis yerbas, subí con todo y perro para empezar a preparar mi comida del día; mi madre en la infancia nos los preparaba al vapor o con huevo, otras veces nos iba mejor y los hacía en tortitas –creo que dependía de la economía que se tuviera en esos tiempos–. Abrí el refri: había cebolla, chile jalapeño y calabacitas. Pues ya estaba, los preparé al vapor: piqué la cebolla, un jalapeño, seis calabacines y un ajo. Sobre la sartén puse aceite de oliva, ahí eché el ajo, el chile y la cebolla a que se doraran. Agregué las calabazas ya cortadas en cuadritos y, después de que se frieron con los otros ingredientes, puse los quintoniles. En unos 10 minutos –o sea un santiamén– el platillo principal de mi comida de un lunes de mayo estaba listo.

Si algo nos servirá estar solos en cuarentena es que aprenderemos a ser autodidactas en muchas cuestiones que no teníamos planeadas; yo, por lo menos, en este tiempo me he dado cuenta de que cocinar no es tan difícil como parece y nos da la oportunidad de replantearnos cómo queremos comer y vivir en el futuro.

Isis Samaniego (Rio Blanco, Veracruz, sept/77). Estudió la maestría en Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma de Tlaxcala, y Artes y Administración en la Universidad Veracruzana. Es miembro fundador de Ediciones Ají y miembro del colectivo Adictos a la Poesía de Xalapa, Veracruz. Ha publicado cuento y poesía en diversos medios. Su último libro, Jacaranda, fue editado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México. Colabora con la Comunidad Slow Food  Guardianes de Sabores en Cholula.